Desde junio de 1864 Madrid estrenó un jardín de recreo con un pomposo nombre, Los Campos Elíseos, una proposición que partió en 1860, del empresario catalán José Casadesús al Ayuntamiento de la Villa. Se construyeron en unos terrenos colindantes con la Carretera de Aragón, prolongación de la calle Alcalá, inicio de la actual Velázquez.
Contó con salón de conciertos, salón de baile, montaña rusa, capricho que estaba tan de moda y tenía un ejemplo de la de 1817 de Isidro González Veláquez y plaza de toros.
Su popularidad empezó a declinar con la apertura al público en 1868 del vecino Parque del Retiro, que había sido de la corona. Comenzaron a desmantelarse en 1870 y lo último en desaparecer fue la Plaza de Toros en 1881.

Precisamente sobre la Plaza de toros de los Campos Elíseos tenemos una jugosa anécdota. Así la describe don Ventura, en Remembranzas taurinas en el ruedo, 1958:
«La placita de los Campos Elíseos estuvo situada en el Barrio de Salamanca […] dentro de un parque de atracciones […] En tal placita […] se celebraban solamente becerradas en las que tomaban parte aficionados, o novilladas de poco fuste, de suerte que su pequeño ruedo venía a resultar una especie de aula donde no pocos toreros hacían el curso preparatorio para ingresar luego en facultad mayor.
La primera vez que el nombre de Luis Mazzantini apareció designando a dicho diestro como aficionado practicante, fue al anunciarse en una becerrada que allí se celebró; y también allí se presentó por primera vez ante el público de Madrid el famoso «Guerrita«, cuando, apodado «Llaverito«, pertenecía a la cuadrilla de niños cordobeses.[…]
Un incendio la destruyó el 18 de julio del año 1881, y si hoy la traigo a colación es para señalar la curiosidad de haber sido en ella donde se celebró por primera vez en Madrid un espectáculo taurino por la noche, o sea con luz artificial, suceso que se registró el sábado 5 de julio de 1879 ante una expectación tan enorme que faltó poco para que se produjera un conflicto de orden público, a causa del gentío que allí se concentró […] El alumbrado fue deficiente, pero la novedad gustó mucho»
La presencia de esta atracción en la vida madrileña en la segunda mitad del siglo XIX quedó reflejada en páginas literarias de Pérez Galdós, «Clarín», Emilia Pardo Bazán, Ramón Gómez de la Serna, Carrere o Pedro de Répide
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