La moda ha sido, desde siempre, un termómetro social. Así lo decía Charles Baudelaire a finales del siglo XIX, y no le faltaba razón: la manera de vestir ha sido reflejo del estatus, del origen familiar, e incluso del acceso o no a ciertos privilegios. Las colecciones de museos permiten trazar recorridos transversales muy reveladores, que van desde el análisis de joyas o armas hasta la indumentaria como símbolo de poder o seña de identidad.

Hoy queremos hablaros del calzado medieval a través de una obra de la colección del Museo Thyssen-Bornemisza: Vestir al desnudo, del Maestro de la vista de Santa Gúdula, pintor activo en Bruselas entre 1460 y 1490.

El asunto representado en esta tabla es una obra de misericordia: “dar de vestir al desnudo”. En el centro de la escena, una familia burguesa, probablemente de origen borgoñón por su atuendo, reparte limosna a tullidos, ciegos, huérfanos, en plena calle y ante la catedral de Bruselas. Entre ellos, también está presente la figura de Cristo, lo que refuerza el mensaje piadoso de la caridad cristiana ante la miseria generalizada de las ciudades de la época. La pobreza era estructural: las malas cosechas, las guerras, las epidemias y la falta de oportunidades conducían a muchos a la mendicidad.
Si nos detenemos en el atuendo del burgués, observamos un tocado muy llamativo, una suerte de turbante o capuchón con cornete largo que podía drapearse de mil maneras. Más adelante se impuso el chaperón. Pero lo que más llama la atención son sus zapatos puntiagudos, conocidos como poulaines.
Este calzado apareció alrededor de 1340 y, según parece, su origen se encuentra en Cracovia, por lo que también se les llamó cracovias. La denominación poulaine se hizo popular en Europa hacia 1382, cuando Ana de Bohemia se casó con Ricardo II de Inglaterra, y los caballeros del séquito acudieron a la corte inglesa con zapatos de puntas desmesuradas.

La moda llegó a ser tan exagerada que las punteras podían alcanzar los 50 centímetros de longitud. Terminaban en garras de ave, picos de águila, e incluso –según algunas fuentes– en formas fálicas, lo que motivó su prohibición por parte de papas como Urbano V y de reyes como Carlos V de Francia. Sin embargo, estas prohibiciones no surtieron efecto. Hombres y mujeres llevaban estos zapatos, que en exteriores solían complementarse con zuecos o plataformas, y cuya punta se rellenaba con musgo para mantener la forma.
Tal fue el furor, que se establecieron normas legales para regular el largo de la punta, de acuerdo con la posición social:
- Los nobles podían llevar puntas de dos pies.
- Los mercaderes, de un pie.
- Y los campesinos, de medio pie.

La extensión de esta moda fue rápida por toda Europa. Cuanto más larga era la punta del zapato, más alto era el estatus de quien lo llevaba, y esa confusión entre clases incomodó a los nobles, que veían cómo perdían su exclusividad.
La duración de esta tendencia no fue igual en todos los lugares. En el sur de Europa (Italia y España), hacia mediados del siglo XV ya se consideraban pasados de moda. En cambio, en el centro de Europa permanecieron algunas décadas más.

Hacia 1490, el zapato puntiagudo fue sustituido por otro de punta redondeada, que según la tradición se atribuye al rey Carlos VIII de Francia. Este monarca, que al parecer tenía seis dedos en cada pie, encargó un nuevo tipo de calzado más ancho para disimular su deformidad. A comienzos del siglo XVI, los poulaines desaparecieron por completo, dando paso a los llamados “boca de vaca”, de punta frontal completamente recta.
Así, un simple accesorio como el zapato fue, durante más de un siglo, reflejo de poder, ostentación y normas sociales. Porque en la Edad Media, también el calzado hablaba por ti.