Hoy, mientras explorábamos el barrio de «Justicia», más conocido como Chueca o barrio de los «Chisperos» en el siglo XVIII, recordamos al ilustre sainetero y dramaturgo Don Ramón de la Cruz, quien falleció en esta misma fecha, el 5 de marzo de 1794. En la fotografía, se aprecia la obra de la Casa de Tócame Roque de Manuel García Hispaleto, exhibida en el Museo del Prado.

Curiosamente, el «Don» en su nombre no es un título social o universitario, sino un nombre de pila dado por sus padres, junto a Ramón, Francisco e Ignacio, lo que constituye un caso único en la Iglesia Católica del país. Su padre, empleado administrativo, lo llevó a Ceuta por motivos de trabajo. Desde temprana edad, Ramón mostró talento para la composición, publicando a los 15 años un «Diálogo cómico» de manera anónima.
En 1759, mientras trabajaba en prisiones, se casó y formó una familia. Estudió humanidades y contó con el apoyo del duque de Alba y la condesa de Benavente, para quienes escribió sainetes para su teatro privado. También se destacó en la Academia de la Arcadia bajo el nombre de Lariso Dianeo.
Aunque incursionó en tragedias y comedias inspiradas en autores como Voltaire y Jean Racine, así como en traducciones y adaptaciones de obras clásicas españolas, su verdadera pasión fue el sainete popular. Esta preferencia le valió el rechazo de los círculos cultos, que buscaban un arte más educativo e idealizado.
Sin embargo, su influencia en la vida teatral de la Corte fue innegable, llegando a ser el director no oficial de los teatros madrileños de la Cruz y del Príncipe. Recibió honores y distinciones públicas, especialmente tras la caída del gobierno de Aranda, defensor del neoclasicismo estético, en 1773.
Don Ramón intentó recopilar su obra en diez tomos, que incluían un total de 542 obras, entre dramas, sainetes y zarzuelas. Su legado perdura en la memoria colectiva, especialmente a través de sus más de 300 sainetes, que retratan con humor y agudeza el Madrid de su época.
Su sainete más famoso, «Manolo», es una parodia de las comedias heroicas, ambientada en los bajos fondos de Madrid, entorno que el autor conocía bien por su experiencia como funcionario de prisiones y su infancia en Ceuta.
Don Ramón de la Cruz fue un observador agudo de la vida madrileña de su tiempo, y su legado sigue siendo apreciado en la cultura española hasta el día de hoy.
