El invierno de 1885 caía sobre Madrid cuando, el 30 de diciembre, una joven reina de rostro sereno y carácter firme se presentó ante las Cortes del Reino. Su nombre era María Cristina de Habsburgo-Lorena, y llegaba allí no por ambición, sino por deber. Apenas un mes antes, el país había quedado sumido en el desconcierto tras la muerte prematura del rey Alfonso XII, con solo 27 años. Él se iba, pero dejaba tras de sí un legado aún por nacer: un hijo que, seis meses después, vería la luz como Alfonso XIII.
Ante diputados y senadores, María Cristina juró como Regente de España. Lo hacía embarazada, viuda y recién llegada a un país que apenas la conocía. Lo hacía consciente de que, a partir de aquel instante, el destino de la monarquía y la estabilidad de la nación recaerían sobre sus hombros.

La llegada de una reina inesperada
María Cristina había nacido en 1858 en la tranquila localidad de Gross Seelowitz, en Moravia. Hija de archiduques, educada con disciplina y refinamiento, dominaba varios idiomas, tocaba el piano con maestría y poseía un conocimiento poco común en ciencias políticas y económicas.
Su matrimonio con Alfonso XII, celebrado en 1879 en la Basílica de Atocha, no fue fruto del azar: lo organizó Cánovas del Castillo, convencido de que la serenidad y la rectitud de aquella joven austríaca serían un ancla para la monarquía restaurada.
Y lo fueron. Aunque el matrimonio fue breve, en apenas dos años nacieron sus dos hijas, María de las Mercedes y María Teresa, antes de que la enfermedad arrebatara al rey.

Un reino en manos de una mujer discreta
Cuando María Cristina asumió la Regencia, el país la observaba con cierta distancia. No poseía la popularidad de María de las Mercedes, la primera esposa de Alfonso XII, cuya muerte temprana había conmovido al pueblo. Pero bastaron pocos años para que la joven regente ganara un respeto profundo. Su carácter austero, su escrupulosa corrección y su capacidad para mantenerse al margen de intrigas y favoritismos la convirtieron en un símbolo de rectitud.
Durante 17 años, María Cristina sostuvo la estabilidad del sistema de la Restauración, alternando en el poder a conservadores y liberales con equilibrio y firmeza. Bajo su regencia se aprobaron leyes fundamentales —entre ellas la del derecho de asociación y la del sufragio universal masculino—, y el país experimentó un notable avance económico e industrial.

Sombras sobre el imperio
Sin embargo, a partir de 1895, los vientos cambiaron. Cuba se levantó reclamando su independencia, y en 1898 estalló la guerra contra Estados Unidos. El desenlace fue amargo: España perdió Cuba, Puerto Rico y Filipinas, lo que supuso un golpe moral y político de enorme magnitud. A ello se sumaron los conflictos en Marruecos y el ascenso de movimientos anarquistas y nacionalistas.
El peso de aquellas crisis oscureció los últimos años de una regente que, pese a todo, no dejó de cumplir su deber.
El relevo
El 17 de mayo de 1902, cuando Alfonso XIII alcanzó la mayoría de edad, María Cristina le cedió sin reservas la autoridad que había ejercido durante casi dos décadas. El país la conocía entonces como Doña Virtudes, un apelativo cariñoso que resumía la imagen que había dejado en los españoles: la de una mujer íntegra, prudente y leal.
María Cristina pasó sus últimos años alejada del protagonismo público. Falleció el 6 de febrero de 1929, en el Palacio Real de Madrid, víctima de una angina de pecho. Sus restos descansan hoy en el Panteón de Reyes de El Escorial, donde reposa quien sostuvo a un reino en los años más frágiles de su restauración.
