Efemérides

MÁS ORGULLOSO QUE DON RODRIGO EN LA HORCA, 21 DE OCTUBRE DE 1621

Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, fue condenado a muerte y ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid en el siglo XVII. Su altiva actitud durante la ejecución dio origen al conocido dicho popular: “más orgulloso que don Rodrigo en la horca”, que aún hoy usamos para describir a alguien soberbio incluso en las peores circunstancia

Nacido en Amberes en 1580, Calderón era hijo de padres primos hermanos, pertenecientes al linaje de los Aranda, una familia de mercaderes conversos de Valladolid. A los cuatro años se trasladó con su familia a Valladolid, donde quedó huérfano de madre. Su padre contrajo nuevo matrimonio con una mujer de una familia de comerciantes de la ciudad. Rodrigo estudió Gramática y Humanidades y en 1601 se casó con Inés de Vargas, de familia hidalga extremeña. Ella era bisnieta de Francisco de Vargas, secretario de Carlos V, y nieta de don Gabriel de Trejo y Paniagua, consejero de Estado y presidente del Consejo de Castilla con Felipe IV. El matrimonio tuvo cinco hijos.

El momento decisivo en la vida de Calderón llegó en 1595, cuando entró al servicio del marqués de Denia, futuro duque de Lerma y valido de Felipe III. Con el ascenso de Lerma, Calderón fue ocupando cargos de creciente influencia: en 1598 era ayuda de cámara del rey y en 1601 secretario real, con derecho a revisar los memoriales dirigidos al monarca.

Su poder y riqueza no provenían tanto de sus cargos oficiales como de su estrecha relación con el duque de Lerma. Tras la detención en 1600 del secretario privado del duque, Calderón se convirtió en su consejero más íntimo, conocido como “el verdadero señor de la oreja del duque”. Incluso Lope de Vega lo describió como “el más privado de todos los servidores del valido”.

Gracias a esta cercanía, Rodrigo y su familia acumularon títulos, rentas y oficios. En 1612 recibió el título de conde de Oliva de Plasencia y en 1614 el de marqués de Siete Iglesias. También obtuvo el hábito de Santiago y la encomienda de Ocaña.

Pero tanta influencia despertó envidias y críticas. Fue acusado de corrupción, abuso de poder y de haberse enriquecido a costa de la Monarquía. En 1607 sufrió incluso intentos de atentado. Aunque Felipe III le retiró de la Casa Real, le perdonó sus delitos y prohibió que fuera perseguido por ellos. Sin embargo, las críticas persistieron.

Su relación con la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, fue especialmente tensa. Cuando la reina murió en 1611 durante su octavo parto, los enemigos de Calderón lo acusaron de haberla envenenado. Ante el escándalo, fue enviado temporalmente a Flandes como embajador extraordinario de los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia (1612-1613).

A su regreso, lejos de mostrarse discreto, Calderón presumió de títulos y riquezas, e incluso afirmó ser hijo ilegítimo del IV duque de Alba. La caída del duque de Lerma en 1618 marcó su destino: fue detenido en Valladolid en 1619, acusado de múltiples delitos —desde sobornos hasta asesinatos políticos y prácticas de brujería—, incluido el supuesto asesinato de la reina Margarita.

Durante el reinado de Felipe III, la causa quedó paralizada. Pero la muerte del monarca en 1621 y la llegada de Felipe IV con su valido, el conde-duque de Olivares, precipitaron su final. El propio Calderón, al oír las campanas por la muerte del rey, exclamó: “El rey ha muerto, yo soy muerto”.

El nuevo gobierno quiso dar ejemplo de moralidad y rigor político, y ordenó acelerar el juicio. En solo tres meses se dictó sentencia: culpable de múltiples crímenes y condenado a muerte. La ejecución se llevó a cabo el 21 de octubre de 1621 en la Plaza Mayor.

Aunque el dicho popular lo sitúa en la horca, la realidad es distinta: por su condición de noble, Calderón fue ejecutado a espada, no ahorcado. El refrán, por tanto, no es del todo exacto.

Las crónicas relatan que fue conducido en una mula hasta la plaza. Subió con dignidad al cadalso, pidió la Biblia, rezó y, antes de morir, perdonó a su verdugo: “Sí, amigo de mi alma”, le dijo antes de abrazarlo. Pidió ser degollado de frente, no por la nuca —como se hacía con los traidores—.

Su cuerpo permaneció expuesto hasta la noche y fue enterrado en un convento carmelita. En Valladolid aún se conserva su momia en el convento dominico de Porta Coeli, conocido como “las Calderonas”.

Lejos de generar repulsa, su muerte provocó compasión y respeto. Muchos lo vieron morir con serenidad y fe, “con el orgullo de un romano y la piedad de un cristiano”. Poetas como Luis de Góngora o el conde de Villamediana le dedicaron versos recogidos en el Romancero de Rodrigo Calderón. El escritor Saavedra Fajardo lo usó como ejemplo de cómo la envidia puede destruir a los poderosos en sus Empresas políticas (1642).

Tres siglos después, Azorín lo recuperó en su obra El político (1946) como modelo del fervor y templanza que deberían tener los hombres públicos. Sin embargo, durante el siglo XIX, Calderón fue reinterpretado como símbolo de la decadencia de la Monarquía Hispánica, víctima y reflejo de un sistema corrompido.

Hoy se le considera un personaje complejo: ambicioso y poderoso, pero también víctima de un tiempo turbulento. Su historia nos recuerda cómo la envidia, la política y la ambición pueden entrelazarse hasta llevar a la tragedia.

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