A mediados del siglo XIX, en el mismo emplazamiento que hoy ocupa la emblemática pastelería La Mallorquina, ya existía un café y salón de té regentado por Antonio Garín. Sin embargo, su historia tal como la conocemos comienza con tres empresarios mallorquines—Balaguer, Coll y Ripoll—quienes, tras adquirir el negocio original y gestionar la primitiva Mallorquina en la calle Jacometrezzo, aprovecharon la remodelación de la Puerta del Sol para trasladar su establecimiento a un local más céntrico en 1894.

Un rincón de tradición y sabor
La inauguración oficial de la nueva sede tuvo lugar el 4 de febrero de 1894, en la calle Mayor. Desde el principio, el negocio destacó por su oferta de ensaimadas, embutidos como sobrasada y jamón dulce, y especialidades reposteras como el ponche segoviano y la tarta capuchina. Su salón interior, decorado al estilo europeo con vajilla refinada y camareros vestidos de frac que incluso hablaban francés, se convirtió en el punto de encuentro de la alta sociedad madrileña.
Un salón frecuentado por la élite cultural y política
Durante el primer tercio del siglo XX, La Mallorquina no solo fue un paraíso para los golosos, sino también un centro de reunión de intelectuales y políticos de la época, como Francisco Silvela y Raimundo Fernández Villaverde. Además, albergó una tertulia literaria de bibliófilos y coleccionistas de arte, encabezada por Adolfo Bonilla y San Martín, el pintor Aureliano de Beruete y Moret, el periodista Julio Puyol y el historiador Elías Tormo, quienes firmaban sus escritos con el seudónimo colectivo «el Bachiller Alonso de San Martín».

Tras la Guerra Civil, la familia Ripoll vendió el negocio, pero su legado continuó en manos de nuevos propietarios. Entre sus empleados ilustres destaca Teodoro Bardají Mas, pastelero aragonés que trabajó allí como confitero durante casi tres años y posteriormente se convertiría en una figura clave de la gastronomía española.
Más de un siglo de dulces momentos
Ubicada entre la Puerta del Sol (n.º 8) y la calle Mayor (n.º 2), La Mallorquina sigue siendo un referente en la capital. En su planta baja, los clientes pueden comprar bollería y pastelería tradicional, además de caramelos como las icónicas violetas de Madrid. En su cafetería, se sirven cafés, chocolates y sándwiches mixtos, mientras que en la planta superior un salón con vistas panorámicas a la Puerta del Sol invita a disfrutar del bullicio de la ciudad con un dulce en la mano.
Su fama trascendió fronteras. En 1889, la revista El diario del gourmet destacó la calidad de sus helados en un recorrido por los mejores establecimientos madrileños. Y en 2006, gracias a una iniciativa del Ayuntamiento de Madrid y la Cámara de Comercio, La Mallorquina recibió una placa conmemorativa ilustrada por Antonio Mingote, reconociéndola como un local centenario.
Un emblema gastronómico de Madrid
Más de 130 años después, La Mallorquina sigue endulzando la vida de madrileños y turistas con sus recetas tradicionales y su atmósfera inconfundible. Su historia no es solo la de un establecimiento emblemático, sino la de una ciudad que ha sabido preservar sus rincones más auténticos a lo largo del tiempo.
