Efemérides

FALLECE EN MADRID FELIPE IV, EL REY PLANETA (17 DE SEPTIEMBRE DE 1665)

Felipe IV, conocido como «El Grande» o «El Rey Planeta», falleció en Madrid el 17 de septiembre de 1665 a los 60 años, tras un largo reinado de 44 años. A pesar de haber tenido varios hijos varones que no alcanzaron la edad adulta, dejó como heredero a su frágil hijo Carlos II, producto de una feroz endogamia, y a su joven esposa, Mariana de Austria, su sobrina, totalmente inexperta en política.

La causa de la muerte fue una enfermedad infecciosa intestinal. Días antes de su fallecimiento, en los corrillos de la corte se hablaba de una «maldición catalana» que lo había afectado. Se llevaron a cabo rituales de brujería y magia, los mismos que se utilizaron tras la muerte del príncipe heredero Baltasar Carlos a los 17 años, durante su apendicitis, y que luego también se verían en la enfermedad degenerativa de Carlos II. Estos ritos fueron objeto de burla en las cortes europeas y aumentaron el descrédito internacional de la corte española.

Felipe IV es recordado como un gran mecenas del arte, pero también como el rey que perdió Cataluña durante 12 años, y de manera definitiva, los Países Bajos y Portugal. Su primer ministro, el conde-duque de Olivares, con sus políticas autoritarias, incrementó las tensiones internas en los dominios de la monarquía hispánica, intentando sofocar las rebeliones con el uso de la fuerza. En Cataluña, la revolución de los Segadores culminó con la proclamación de la Primera República Catalana en 1641, tras un periodo de ocupación marcado por los abusos de los Tercios Castellanos sobre la población civil. A nivel internacional, la Paz de los Pirineos también fue desastrosa, ya que Felipe IV cedió territorios catalanes más allá de los Pirineos a Francia.

En su lecho de muerte, Felipe IV dirigió unas palabras a su hijo Carlos, de tan solo cuatro años: «Dios os bendiga y os haga más dichoso que a mí».

Tras su muerte, el cuerpo del rey fue vestido con un traje de terciopelo bordado en plata, con una espada de plata a su lado y una cruz de diamantes en las manos, cruzadas sobre su pecho adornado con la gran daga roja de Santiago. Su cabeza fue cubierta con un sombrero pardo y el cuerpo fue depositado en un lujoso ataúd de plata y terciopelo rojo, bajo un dosel iluminado por grandes antorchas de cera y rodeado por los símbolos de su Majestad Imperial. Custodiado por los monteros de Espinosa, fue velado durante dos días en la habitación destinada a comedias que tanto disfrutaba en vida.

Posteriormente, el cuerpo fue trasladado al panteón real del Monasterio de San Lorenzo del Escorial en una litera tirada por mulas, escoltado por un familiar del Duque de Medina de las Torres, cuatro docenas de frailes y algunos oficiales de palacio. El viaje, iluminado por antorchas, tuvo lugar durante la noche. El 20 de septiembre, el Prior del Escorial relevó a los cortesanos de su deber, y los restos mortales del monarca encontraron su descanso final en el panteón real.

El Museo del Prado conserva numerosos retratos oficiales del rey, la mayoría realizados por Velázquez. Sin embargo, uno de los más interesantes es una obra adquirida por el Estado para la Real Academia de la Historia en 2002, en la que el monarca aparece con el hábito franciscano, el mismo que llevaba al morir. Este retrato es obra de Pedro de Villafranca y Malagón, pintor y grabador.

En 1665, el arquitecto Sebastián Herrera Barnuevo diseñó el túmulo del rey, que fue colocado en la iglesia del Monasterio de la Encarnación de Madrid, donde se celebraron las exequias, debido a su proximidad al Alcázar, lo cual era conveniente para el joven príncipe heredero, Carlos II. Sabemos cómo era este túmulo gracias a una estampa de Pedro de Villafranca y un dibujo, posiblemente del propio Herrera Barnuevo. La elección de la Encarnación limitó la magnitud del túmulo, pero toda la obra estuvo supervisada por el Marqués de Malpica, Superintendente de Obras Reales y Mayordomo Mayor.

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