La palabra trajín nos resulta cercana: la usamos para hablar del ajetreo diario, del ir y venir constante, del esfuerzo que exige una obligación. La RAE lo define como acción de trajinar: ajetreo, trabajo, afán, trasiego, agitación. Pero detrás de esa expresión tan común se esconde un episodio poco recordado de la historia madrileña: el antiguo Paseo de los Trajineros.
Durante el siglo XIX, el tramo que discurría desde la esquina de la calle Atocha hasta la Fuente de Neptuno se conoció por ese nombre. Pedro de Répide, en su obra Calles de Madrid, explica que la denominación se debía a la incesante presencia de carros de trajín que circulaban por allí. El término no era una metáfora: el trajín era un oficio fundamental para la vida de la ciudad.

Los hombres del camino
Los trajineros eran transportistas de larga distancia que abastecían Madrid de productos agrícolas —y también de mercancías variadas— procedentes de los pueblos y comarcas cercanas. Lo hacían con burros, mulas, caballos o recuas enteras que podían recorrer hasta cuarenta kilómetros diarios. Cuando la carga era especialmente pesada, recurrían a carros tirados por bueyes, símbolo de una tradición que se perdía en el tiempo, anterior incluso a que Felipe II hiciera de Madrid la corte permanente.
Eran hombres jóvenes, rara vez mayores de cuarenta años, porque el oficio exigía fuerza, resistencia y un temple capaz de enfrentarse a caminos en mal estado, noches al raso y el peligro constante del bandolerismo. Su presencia en la capital marcaba el ritmo de la vida económica y conectaba la ciudad con su entorno rural.
Ramon Gómez de la Serna evocó este paisaje con precisión nostálgica:
“El Prado no hay que olvidar que es también el paseo de Trajineros; el paseo de los carros españoles, grandes, de vía ancha, de calzada romana… Se ven los grandes carros castellanos que son el eslabón para el pedernal del pavimento.”
Del carro al tren: una desaparición inevitable
Con la llegada del ferrocarril a Madrid, el viejo oficio comenzó a apagarse. El tren acortó distancias, abarató transportes y desplazó a los antiguos profesionales del trajín, que fueron desapareciendo poco a poco hasta extinguirse completamente en el siglo XX. Con ellos se desvaneció también una parte del paisaje cotidiano del Prado.

Hoy, ese mismo tramo forma parte del Paseo del Arte, donde se alzan el Museo del Prado, el Thyssen-Bornemisza y el Reina Sofía. En medio de la modernidad subsisten las fuentes dieciochescas del Salón del Prado, diseñadas por Hermosilla, Ventura Rodríguez y Villanueva: las Cuatro Fuentecillas, la Fuente de la Alcachofa o la de Neptuno.
Lo que antaño fue un camino de carros, animales de carga y jornaleros se transformó desde el siglo XVIII en un paseo elegante para carruajes, damas, dandis y tertulianos. Y en tiempos recientes, el arquitecto Álvaro Siza propuso recuperar el carácter de salón urbano del eje Prado–Recoletos. El proyecto quiso adoptar un nombre que evocara la memoria popular del lugar: Trajineros.

Quizá por eso, cuando hoy pronunciamos trajín, sin saberlo del todo, todavía resuena en la palabra el eco de aquellos hombres que unían la ciudad con el campo, y cuyos pasos marcaron una de las arterias más emblemáticas de Madrid.

Qué interesante! Me ha gustado mucho saber la procedencia de «trajín».
Gracias y saludos
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