En el corazón del viejo Madrid, entre los ecos de carruajes y el susurro de las piedras antiguas, se alza el Hotel Palacio de los Duques de Granada y Ega, en la Cuesta de Santo Domingo, número 5, con su terraza y jardín abiertos hacia la calle de la Bola. Allí donde hoy se respira lujo y serenidad, se oculta una historia que abarca siglos de fe, nobleza y arte.
Los orígenes sagrados: el convento de Santo Domingo el Real
La Cuesta de Santo Domingo, aunque breve y empinada, encierra una de las raíces más hondas del patrimonio madrileño. Su nombre procede del antiguo Convento de Santo Domingo el Real, que ocupó un extenso solar y fue durante siglos el mayor y más poderoso monasterio de la ciudad.
Al principio, aquel convento era masculino. Pero en el verano de 1218, el propio Santo Domingo de Guzmán visitó la comunidad y, al observar que los dieciséis monjes vivían con excesiva comodidad y escasa disciplina espiritual, decidió transformarlo en un convento femenino. Así nació el primer monasterio de clausura de dominicas de España, cuya capellanía recayó en su propio hermano, Manes de Guzmán.

Con el favor de la Corona de Castilla y de la nobleza madrileña, el convento fue acumulando privilegios y riquezas. Fernando III donó tierras hasta casi alcanzar el Alcázar, creando la célebre Huerta de la Priora. Alfonso X amplió las dependencias; Sancho IV eximió al monasterio de impuestos; y con Enrique III se erigió la capilla mayor gótica, destinada a acoger los sepulcros de reyes e infantes castellanos. Allí reposaron doña Berenguela, hija de Alfonso X; Constanza, nieta de Pedro I; y el príncipe Juan, hijo del mismo monarca.
La priora doña Constanza, al frente del convento durante treinta y ocho años, ordenó trasladar los restos de su abuelo, el rey Pedro I, a aquel sagrado recinto. Sus tumbas, esculpidas en alabastro, se conservan hoy en el Museo Arqueológico Nacional, mientras que otros enterramientos fueron trasladados a la cripta de la iglesia de San Antonio de los Alemanes.

También descansó un tiempo en el convento don Carlos, el infortunado hijo de Felipe II. Entre las piezas más valiosas de su iglesia destacaba la pila de piedra donde fue bautizado Santo Domingo, recubierta de plata y utilizada durante siglos para los bautizos reales.

Durante la Guerra de la Independencia, las dominicas se vieron obligadas a abandonar su monasterio, convertido en cuartel por las tropas francesas. Con la restauración de Fernando VII, la comunidad regresó, sostenida por el afecto del monarca y de su hija, Isabel II, hasta que en 1869, tras la “Gloriosa”, el edificio fue derribado. Las religiosas iniciaron entonces un largo peregrinar por varias sedes hasta establecerse definitivamente, en 1882, en la calle Claudio Coello, 112, gracias a la ayuda del rey Alfonso XII. De su esplendor antiguo solo perduraron algunos restos en la calle Campomanes, donde aún puede verse el patio grande y el llamado pozo de los milagros.

El linaje y el palacio de los Duques de Granada y Ega
Sobre el solar del antiguo convento se erigió, a mediados del siglo XIX, el Palacio del Duque de Granada de Ega y Villahermosa, heredero de una tradición nobiliaria vinculada a las casas más ilustres de España.
El Ducado de Granada fue creado por Felipe V en 1729 para recompensar los servicios militares de Juan Idiáquez y Eguía. El segundo título, Ega, alude a un afluente navarro del Ebro, cuna familiar de los Idiáquez.
El palacio que hoy contemplamos fue mandado construir en 1851 por Francisco Javier de Azlor de Aragón e Idiáquez, VI Duque de Granada y Ega y XVI Duque de Villahermosa. Este aristócrata, Grande de España y senador por derecho propio desde 1877, poseía trece títulos nobiliarios y estrechos vínculos con la élite política y cultural del país. Encargó la obra al arquitecto Matías Laviña, formado en la tradición renacentista y barroca romana tras quince años de estudio en Italia.

Laviña se inspiró en el Palazzo della Cancelleria Nuova de Roma para diseñar un edificio de tres alturas en cemento romano. En la planta noble alternan los vanos de las ventanas con medallones y estucos florales sobre pilastras jónicas; un entablamento de líneas clásicas separa esta planta de la superior, más sobria y sin ornamentos. Aunque el último piso se añadió posteriormente, el conjunto fue considerado uno de los mejores ejemplos del neorrenacimiento madrileño.
De palacio aristocrático a joya hotelera
Entre 1985 y 1987, el edificio fue rehabilitado para acoger el Hotel Tryp Ambassador, conservando únicamente la espléndida fachada original. En 2015, los arquitectos Álvaro y Adriana Sans llevaron a cabo una nueva transformación, inspirándose en los mismos modelos italianos que guiaron a Laviña. Tras una inversión de 30 millones de euros, el edificio renació como el Gran Meliá Palacio de los Duques, inaugurado en diciembre de 2016 con la categoría de cinco estrellas.
Hoy, el hotel ofrece catorce tipos de habitaciones y un jardín de más de mil metros cuadrados, auténtico remanso de paz en pleno centro histórico. Perteneciente al grupo The Leading Hotels of the World, su decoración rinde homenaje a la pintura de Velázquez, integrando reproducciones de sus obras más célebres.

El conjunto conserva elementos originales del antiguo palacio: la fachada, la escalera principal, el patio interior, la entrada de carruajes, las caballerizas y parte del mobiliario histórico. La intervención moderna combina con acierto estos vestigios con piezas de anticuario —tapices, bargueños, consolas, vitrinas— que evocan la grandeza del pasado.

Tras la gran verja de hierro que da acceso al jardín, tres arcos clásicos anuncian la entrada principal. En el centro, una fuente renacentista reconstruida ocupa el lugar donde se hallaba la pila original. Las antiguas caballerizas, con sus muros de ladrillo y techumbre de tejas, se integran hoy en el restaurante Dos Cielos, regentado por los Hermanos Torres, galardonado con una Llave Michelin. Parte del suelo de piedra original se conserva bajo paneles de cristal, recordando el paso del tiempo

El interior del hotel despliega una armonía perfecta entre arte y modernidad. En la recepción, una reinterpretación de Las Meninas da la bienvenida al visitante. Un corredor decorado con Los Borrachos conduce a los ascensores que ascienden hasta la séptima planta, donde la terraza ofrece una vista privilegiada del Madrid de los Austrias. Allí, la historia y el presente se confunden bajo el mismo cielo.

La duquesa coleccionista y el legado del arte
El palacio no se entendería sin una de sus figuras más ilustres: María del Carmen de Aragón Azlor e Idiáquez, XV Duquesa de Villahermosa, nacida en 1841 en el Palacio de Villahermosa, hoy Museo Thyssen-Bornemisza. Educada con esmero, fue dama de honor de Isabel II, de María de las Mercedes y de la reina regente María Cristina.

Casada con José Manuel Goyeneche, conde de Guaqui, fue retratada en 1877 por Federico de Madrazo, luciendo un majestuoso vestido azul y plata, con joyas de oro, perlas y diamantes. Su retrato, rodeado de plantas, biombos orientales y alfombras de vivos colores, refleja el gusto refinado de la alta sociedad de su tiempo.

Gran mecenas y coleccionista, la duquesa legó al Museo del Prado dos retratos de Velázquez —el de don Diego del Corral y Arellano y el de doña Antonia de Ipeñarrieta con su hijo—, además de nueve lienzos flamencos de la serie Hechos de los Apóstoles, realizados por Rafael y conservados en el Museo Arqueológico Nacional, junto con dos arquetas de hierro del siglo XVI.

Uno de sus lugares predilectos era el invernadero privado del palacio, concebido como un refugio íntimo donde se mezclaban la luz natural y las plantas exóticas. Hoy, ese mismo espacio ha sido restaurado con mimo, evocando la atmósfera de otro tiempo: un santuario de calma donde la historia respira y el pasado parece detenerse.
✨ Visitar el Palacio de los Duques de Granada y Ega es sumergirse en la memoria de Madrid. Un lugar donde los ecos del convento medieval, la elegancia aristocrática y la modernidad hotelera se funden para recordarnos que la ciudad, como el arte, nunca deja de renacer.